¡Corre a casa, ratoncito! Corre, corre sin parar...
Las palabras cobran sentido con mi voz, que no es una voz agradable, pero que es mía y que elevo a través de su suavidad. Y ya ni siquiera en ese momento importa como suena; son las palabras las que están diciendo algo y mi voz solamente hace que tomen cuerpo y vuelen hasta los oídos de los ojos que me miran, que se miran, que miran al libro.
Cuando leo, siento como si toda la energía de mi alrededor se concentrara en cada letra. Una vez le escribí al Señor de las Estrellas:
¿Has visto cómo lloran los niños? Un niño se encogió y empezó a llorar. Lo llevé hasta una mesa, pregunté su nombre y empecé a abrirle los brazos, a hablarle y a contarle una historia con los dibujos de un libro y le arranqué una sonrisa.
Eso es magia.
Sin embargo, no todos los libros la contienen. Bien porque algunos están escritos con descuido, bien porque pese a que la historia es buena, el lector no logra conectarse con ella. Y lo hablo, por supuesto, porque lo he vivido. Hace apenas un par de días, cometí la imprudencia de coger un libro que ya había visto leer a otra persona y ya me fue muy difícil superar esa lectura. En mi mente estaba relatada de una manera distinta, pero inevitablemente caí en la imitación de esa otra lectura, que había impactado y superado mi propia conexión.
Por otro lado, la historia, pese a su sencillez, me habló directamente de mis demonios personales y eso también hizo que leer el texto en voz alta constituyera algo así como un deja vú torturador. ¿Cómo mediar estas lecturas en las que uno mismo se involucra? Tal vez cuando se tome distancia. Poner muchos libros de por medio hasta que tu oscuridad no invada al texto...
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